A eso de las siete de la tarde la Gran Vía se convierte en un río de gente. Las oficinas se vacían, los obreros se van a casa, pero las tiendas y los cafés están concurridísimos, y los policías de tráfico, silbando y gritando, intentan frenar a los coches que zumban de un lado a otro. Al cabo de un rato se toma el aperitivo
y se limpian los zapatos para el gran desfile al que no faltan las madres y los niños